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In god we trust

Miradle un momento. En cualquier telediario, cualquier revista o periódico de cualquier país del mundo. No importa si le vemos de cerca, hasta casi adivinar el reflejo de las barras y estrellas en sus ojos, o desde la lejanía del tapiz caricaturesco que hemos creado entre todos, poco a poco, a lo largo de estos últimos cuatro años. Aprovechad, ahora que no nos ve, para observarle. Pasad de puntillas, vaciando los bolsillos de opiniones ajenas antes de entrar en su mundo, cuya visión del mismo es compartida, al parecer, por más personas de las que habíamos previsto. Ahí está, desplegando tropas con brío como quien juega sobre un tablero con soldaditos de plástico verde, repartiendo a partes iguales bendiciones y sentencias de muerte, llenándose la boca en cada discurso del mismo Dios extraño al que confía sus billetes de dólar, talando árboles en una prudente estrategia para la prevención de incendios o facilitando la salida de Estados Unidos a la familia Bin Laden tras los atentados del 11-S. En esa otra divertida estampa, sostiene un libro al revés, busca armas de destrucción masiva bajo la mesa de su despacho, o pregunta sorprendido al presidente de Brasil, en visita diplomática, si allí, como en la madre patria, también tienen negros.

Mucha risa nos daba a los que poblamos esta otra orilla del charco, cuando le oíamos calificar puerilmente a sus enemigos de “malvados” o cuando los alineaba con mucha soltura en su particular “eje del mal”. Nos arrellanábamos satisfechos en las butacas del cine, tras el visionado de Farenheit 9/11, confiando en el raciocinio más elemental del ser humano: era impensable que alguien con medio dedo de frente votara a ese individuo irrisorio que se atraganta con galletitas y al que la divina providencia vuelve sordo cada vez que se habla de Guantánamo. Si acaso un paleto tejano de esos que , en vez de libro, tiene una semiautomática de cabecera y bebe a morro del cartón de leche. Como mucho dos. O tres. Pero, ¡sorpresa! Los americanos, legítimamente, le han pegado a Bush el culo al sillón presidencial otra legislatura más, y, nos guste o no, tenemos arbusto para rato. Craso error fue identificar Estados Unidos con la alfombra roja hollywoodiense por la que circulaban tantas y tantas estrellas de mansiones millonarias y papeleta demócrata. Nos equivocamos en tan inconsciente metonimia, creyendo que todo estadounidense es neoyorquino y que el cuadro de esa América profunda e ignorante que nos pintaron los hermanos Coen en Fargo no traspasa los límites del celuloide.

Mi pregunta surge al estudiar el mapa de votaciones por estados. ¿Cómo es posible que Washington o Nueva York, testigos presenciales del horror de la barbarie terrorista, optaran en su mayor parte por apoyar a Kerry, y no fueran receptores de la rudimentaria e instintiva seguridad ofertada por la facción republicana? Receptores han sido, sin embargo, aquellos que menor riesgo tienen estratégicamente de ser objeto de un hipotético atentado (las zonas del centro y sur). Aquel que desconfía de las diferencias, que sólo lee el USA Today y no hace sino engullir la bazofia que escupe la caja tonta veiticuatro horas al día es mucho más vulnerable a la manipulación informativa desplegada por los medios en cada campaña electoral. Y bien puede desligarse este fenómeno del ámbito político, para aplicarse a otros aspectos de nuestra vida cotidiana. Las modas, el constante bombardeo publicitario al que estamos sometidos, la pseudocultura del consumismo chabacano; todo está conspirativamente orientado al embotamiento más inmediato del intelecto, nuestra única defensa real para movernos por este mundo con cierta sensación de libertad y autocontrol. Siguiendo a Umberto Eco, creo que lo único que está en nuestras manos es la formación de un espíritu crítico sólido con el que enfrentarnos a estos tiempos de borrasca que se avecinan.
Aunque esto ya es carne de otro artículo.

Lobos con piel de cordero

La fotografía no dejaba ver sus caras, cuidadosamente ocultas tras la piel extendida de leopardo que ambos individuos sujetaban, pero apuesto a que sendas sonrisas imprimían en sus rostros el toque de vanidad necesaria para satisfacer su egolatría. Con una cuchilla afilada, uno de los cazadores africanos se afanaba en desollar al animal, separando la carne sin vida de la preciada envoltura moteada. Una envoltura que, minutos antes, arropaba los latidos de un corazón salvaje de depredador perfecto, diseño perfecto de la naturaleza más auténtica, de esa cuya mera contemplación hace que nos reconciliemos al instante con el sentido de la existencia. Sí, justo esa que con tan obcecados esfuerzos nos empeñamos en destruir, poco a poco, pero siempre más rápido de lo que desearíamos creer.

Sin embargo, parece ser que esta macabra imagen (no ya la lucha por la supervivencia, sino la imposición de la fuerza más bruta) no debería ser objeto de alarma ni indignación alguna. Todo está perfectamente controlado, o al menos así piensan los miembros de la Convención de Especies Amenazadas, quienes, con el guiño cómplice del Parlamento Europeo, han condenado a 400 leopardos de los territorios de Namibia y Suráfrica a morir miserablemente a manos de tiradores desalmados. La amplitud de los beneficios económicos obtenidos con el tráfico internacional de pieles ha hecho sucumbir toda tentativa de salvación para estas criaturas, que pronto se verán convertidas en elegantes bolsos, ideales zapatos rematados en punta o lustrosos abrigos que en vano intentarán disimular la podredumbre y el hedor moral de sus dueños, afectados de un clasismo de lo más obsoleto. Bien es cierto que cuando se alcanzan niveles de deshumanización tan elevados como los que acusa la sociedad actual, la preocupación por la apariencia exterior aumenta de manera considerable, como si tratáramos de llenar el vacío interior trabajándonos un buen escaparate que aleje toda sospecha de infelicidad. Una señora embutida en un caro visón pretende alcanzar la dignidad de la que carece como persona. No obstante, a mi entender, y aprovechando las escasas ventajas que nos brinda esta era nuestra de laboratorios y transgénicos (hasta las emociones se nos sirven debidamente enlatadas), podríamos hacer gala de todo ello vistiendo prendas sintéticas que cumplen todos lo requisitos exigibles, y sientan igual de bien.

Pero claro, qué nos han de importar a nosotros unos cuantos bichos de esos, habitantes de países lejanos que ni siquiera sabemos situar en el mapa y que además se dedican a devorar a sangre fría a esas gacelitas tan monas de los documentales. Con el chaquetón de leopardo bien ceñido alrededor del michelín, el mundo parece un lugar mejor: la extinción de especies no es más que un mito; la tala masiva de las selvas tropicales, un bulo; la polución, el efecto invernadero, el cambio climático, el deshielo del casquete polar, solamente exageraciones; las decenas de ballenas muertas que periódicamente aparecen en las costas, nada que ver con los sónares de los barcos; los vertidos de residuos al río Ebro o los efectos del petróleo que arrojó el Prestige al mar son cosas que se acaban cuando dejan de salir en las noticias; las miles de hectáreas de bosques calcinadas este verano por domingueros de poco seso y cerilla imprudente vuelven a estar verdes en dos meses; y no me vengan con que ese suricato jaspeado que tiene el vecino del sexto derecha tiene algo que ver con el comercio ilegal de animales exóticos.

Ahora hablar del protocolo de Kioto suena a chiste.